sábado, 19 de febrero de 2011

FRANCISCO BASILIO LAZOS, NARRADOR ZAPOTECO

  

Este libro de reciente aparición gracias a la coedición del Colegio Superior para la Educación Integral Intercultural de Oaxaca y el Centro de Estudios y Desarrollo de las Lenguas Indígena de Oaxaca, pero también se debe a la recopilación y traducción de Hugo Miranda Segura y al empeño de Benjamín Maldonado para que saliera a la luz recientemente de nuestros talleres gráficos.
   Es una edición tamaño "medio oficio", con letra muy legible, que recoge tanto en zapoteco como en español las cuitas de don Francisco Basilio Lazos, humilde hombre de la sierra Juárez, concretamente de san Pablo Yaganiza, cerca de los pueblos conocidos como Cajonos.
  Lo interesante es que aquí queda registro de los temas, modismos, usos y visiones de sí mismos expresados por un hombre sencillo pero observador y memorioso. Dejemos que el mismo Hugo Miranda nos lo presente cual debe de ser. Enseguida reproduciremos una de sus historias de don Basilio, en la versión en español: "CÓMO ERA UNA BODA ANTES"...


Introducción. Don Francisco Basilio Lazos
Por Hugo Miranda Segura

Permítaseme primero aclarar que posiblemente al personaje que presento no le hubiera gustado el apelativo que titula esta breve semblanza. Enemigo de etiquetas y solemnidades, lo más seguro es que le habría agradado ser llamado Francisco a secas.
   No obstante, pienso que no transgredo la sencillez del narrador cuando lo cito con el trato de “don”. Es más –aunque no lo necesite desde su ignota morada–, sería un humilde homenaje a su propia sencillez.
Don Francisco Basilio Lazos nació en 1915 en San Pablo Yaganiza, comunidad perteneciente al Distrito de Villa Alta, en el estado de Oaxaca. En un lugar olvidado yace también, en el cementerio de la misma población. La muerte le dio alcance en el año 2002 a la edad de 87 años y siete meses. Ese mismo escenario serrano le escogió la vida para relatar la vivencia de sus personajes y la suya propia.
   Presentamos una fotografía de él, y aunque no se le tomó expresamente para esta exposición, ilustra sin embargo la faz de un hombre sencillo y honesto con la manera de comprender los variados aspectos de la vida. En una foto minúscula aparece una panorámica de la comunidad de San Pablo Yaganiza, en donde a través de una pequeña línea se muestra el sitio en que se ubicó lo que fue su continua habitación: un rústico reducto a la orilla de un camino que apunta más a unirse con el camino principal a San Mateo Cajonos.

En los avatares de la vida enfrentó la viudez en varias ocasiones, pero al final de la misma se adelantó a la última mujer que convivió con él. Le sobreviven varios hijos e hijas.
San Pablo Yaganiza, Oaxaca.
  Él hablaba de Dios sin obsesión, era un católico atemperado; el fanatismo no cupo en su vida, al contrario, la mojigatería no le habría permitido explayar libremente sus grandes emociones.
En uno de los relatos que presentamos aquí, nos menciona alguna de las ocupaciones que tuvo que realizar para conseguir el diario sustento: aunque la fundamental y principal fue su actividad campesina. Si bien en apariencia es poco lo narrado por don Francisco, en realidad es enorme la temática que trata. Cuando leemos sus narraciones parecieran fugaces, pero si tomamos en cuenta el tiempo y el espacio en que sucedieron, nos veremos forzados a entender que, en realidad, su vivencia fue amplia.
   Lo anterior a despecho de la desidia que no fijó su atención en este personaje sino cuando la edad lo vencía en la postrimería de su existencia, y cuando la muerte comenzaba a enfriarle la memoria, puesto que la ancianidad parece que no le fue propicia para esperar con suficientes comodidades el cierre del ciclo ineludible al que está sujeta toda vida.
   Yo era un niño cuando escuché hablar de don Francisco. Fugazmente pude captar que se referían a su agudeza y a su picardía para enfocar la atención de las personas. A la edad que yo tenía ni siquiera sospeché que la tradición y la historia oral se escondían en los relatos de aquel hombre. No fue sino hasta el año de 1979 cuando don Pancho, como también le decían, ocupó el cargo de síndico municipal y yo el de secretario.

Nuevamente la juventud e inexperiencia me hicieron escuchar los relatos con cierta indiferencia, aunque reconociendo la agudeza de algunos de ellos, ya que me llamaba la atención el interés que despertaban en las personas.
   Un poco más de veinte años tuvieron que transcurrir para que la vida nos volviera a encontrar a ambos. Para aquel entonces el transcurrir del tiempo nos había moldeado: a él nublándole la memoria, y a mí comenzando a clavarme los alfileres de la desilusión, de tal manera que yo, con lo que en aquellos años pasados había captado, lo ubicaba para que impregnara su voz en la cinta magnetofónica que, fría e indiferente, registraba parte de la vida del narrador.
   Los relatos se obtuvieron en varias sesiones y en diferentes lugares, por lo que es muy arriesgado hablar de un orden cronológico en ellos. Solamente sé que hoy, en esta tarde en que escribo, recuerdo las pláticas con aquel anciano y la nostalgia me compele a imaginar lo poco que somos en la vida, pero lo grande que pueden ser la memoria y el recuerdo. Por eso a esta recopilación la he llamado: Recuerdos y reminiscencias de don Francisco.
   Efectivamente, las pláticas con él se realizaron faltando poco tiempo para su muerte, por lo que en ocasiones los recuerdos se cruzaban galopantes, amenazando con atropellar la memoria de un hombre que solamente tuvo algunas horas para dejar plasmados sus recuerdos y sus experiencias pensando en la posteridad. Es lógico suponer entonces que a la tumba se habrá llevado todavía una inmensa variedad de vivencias.
   Aunque no sabía leer ni escribir fue un gran observador, sagaz y pertinaz receptor de las pláticas de los abuelos. Por eso sus narraciones abarcan desde épocas remotas hasta fechas relativamente recientes. Su analfabetismo no fue obstáculo para narrar sus experiencias, puesto que en zapoteco era un artista que manejaba nuestra lengua como pocos.
   A final de cuentas, el objetivo principal de esta publicación –tal vez incompleta y defectuosa desde el punto de vista de la literatura convencional–, de la narrativa zapoteca de don Pancho consiste en revalorar la expresión originaria de un hombre y de una comunidad que, como en muchos otros casos, están en riesgo de perder lo poco que les queda de propio: la lengua, entre otros elementos culturales.
Al comienzo de cada relato se insertan algunos párrafos en español como parte introductoria, enseguida aparecen el texto en zapoteco de la comunidad de San Pablo Yaganiza, tal como lo narró don Fran- cisco, y la traducción que hice, tratando de ser lo más fiel posible, aunque con tristeza y despecho deba reconocer que mucha energía y bastante dinamismo se pierden en ocasiones al traducir del zapoteco
al español. No es lo mismo externar el zapoteco tal como lo platicó el narrador, que buscar el equivalente de los vocablos y del sentido todo de la expresión; afortunadamente no se pierde en su totalidad la idea asentada en el texto, aunque existan algunas variaciones.
   El testimonio de don Francisco se recogió pensando pura y llanamente en la narración, meramente como un pasatiempo; sin embargo, la sorpresa toca a las puertas al hacer una atenta lectura: no podemos marginar ni dejar de relacionar los hechos dentro de un contexto histórico.
   Así, aunque la intención inicial haya sido dejar constancia de la prolífica memoria e imaginación del narrador, sin que lo pudiéramos evitar saltaron a la palestra elementos que constituyen y pueden significar en un momento dado cuestiones dignas de ser tratadas de manera más amplia para enriquecer el conocimiento acerca de lo que San Pablo Yaganiza ha sido como comunidad, como sujeto histórico de una evolución local y regional inevitable que ha envuelto también a todas las demás poblaciones.
Cerramos esta breve introducción con una advertencia al lector. La dualidad de este documento consiste en que puede ser degustado como anecdotario o, por qué no, puede servir de compuerta para estudiar a la comunidad desde otra perspectiva. Es el último servicio que hace don Francisco a su comunidad; presentarse sin ambages ni remilgos ni disfraces, sin odios ni rencores ante los lectores para que se entretengan con la lectura y tal vez se identifiquen con alguna de las múltiples experiencias que se narran.
   Con esa desnudez literaria se adentra y nos conduce, sin imaginarlo ni proponérselo, a un mundo y a un conjunto de géneros muy poco tratados en la literatura en lengua indígena, en donde a la picardía, la religión, la participación como narrador y como narrador protagonista se le ha visto y leído muy poco. Presenta la esencia de su vida sin adornos y desprovisto de temor porque no tiene compromiso con nadie en particular, su compromiso es, si acaso, con la cosmovisión de un mundo en el que vivió y dentro del cual pervive todavía.
   Por mi parte, me sentiré agradecido al saber que alguien, en algún lugar, destina un poco de su tiempo para analizar mi humilde aportación que consistió en la escritura y traducción de los textos narrados por don Francisco, tarea nada fácil para quien carece de recursos materiales para ello, pero que con gusto pongo en manos del lector, que será en última instancia quien juzgue de acuerdo con su percepción.
El tiempo, elemento que socava pero que también ubica, nos dirá algún día qué tanto de bueno o de malo se realizó. Aprovecho la ocasión para reiterar mi compromiso de continuar tratando los asuntos propios de las comunidades originarias hasta donde mis limitaciones lo permitan.
   Al tiempo también me atengo para reconocer mi acierto o mi atrevimiento al descorrer el velo –y lo digo sin el deseo de caer en retruécanos inútiles– de la pública intimidad de un hombre que supo adecuar su vida en todos lo ambientes para vivir una cruel pobreza económica sin maldecir la vida.
Porque él buscó la vida para besarla y amarla intensamente, por eso pienso que al final, cuando se separaron la vida y él, ambos se fueron satisfechos: la inutilidad nunca tuvo cobijo en la imaginación de don Francisco.


Ahora escuchemos al propio don Basilio:


Cómo era una boda antes

Cuando llegábamos a la edad de 20 años, le solicitábamos a nuestro papá que fuera a pedir a la muchacha que sería nuestra esposa. Le
decíamos dónde vivía la mujer que nos gustaba y entonces él iba.          Para la primera entrevista con los familiares de la muchacha llevaba una botella de mezcal y cigarros, y así, entre pequeñas libaciones y fumarolas se trataba acerca de la petición.
Al llegar a la casa del padre de la mucha cha el señor que iba a solicitar la mujer decía: —Buenas noches, ¿se encuentran? ¿Podemos pasar a platicar un momento?
El visitado contestaba:
—Pueden pasar, tomen asiento por favor—. Al decir esto les arrimaba unos bancos para que se sentaran.
Si en la primera entrevista no se conseguía el objetivo, entonces los familiares del muchacho insistían una vez más. La segunda era la definitiva para la aceptación o el rechazo.
En caso positivo de aceptación se tomaban los acuerdos para dialogar a cerca de la fecha más propicia para efectuar el llamado fandango. Antes de llegar a ello los padres y familiares del novio, en la primera visita formal, una vez concedida la mujer, llevaban un guajolote.
Antes no era como ahora en que en la primera visita ya llevan cuatro o cinco guajolotes. Eso hacían los antepasados, iban paso por paso. En la visita ya formal tomaban toda la noche, en aquella no- che hablaban de fechas y de la manera de cómo efectuar la fiesta de boda.
Al siguiente día los pocos que conservaban algo de lucidez se trasladaban al domicilio del novio para desayunarse con frijoles refritos. Claro que esto era una vez que acordaban si sería una fiesta sencilla o un fandango. Si era esto último, se platicaba acerca de quién daría la ropa para los novios, el metate, el baúl, el ropero y otros gastos que proporcionaría el padre del novio.
Se manejaban fechas para decidir la más adecuada para el desarrollo de la boda. Esto era después de que habían comido los primeros guajolotes que les había llevado el padre de la novia.
No eran muchos guajolotes los que se pedían en aquellos tiempos, mucho habrían sino unos trece o catorce. De ellos comían los invitados y se repartían otros ya fuera en fracción o enteros tomando en consideración, el apoyo que ellos brindarían para el gasto.
El día de la boda se ponía en pie un viejito para pronunciar una breve pero emotiva arenga a los novios, esto era momentos antes del banquete nupcial que consistía en los guisos preparados con la carne de los guajolotes que habían sido trasladados en canastos, una vez sacrificados, acompañando sus carnes con el respectivo caldo, tamales de frijol y otras viandas.
Las palabras pronunciadas por el anciano eran más o menos estas:
—Ya llegó el día y la hora en que el señor aquí presente, el padre del novio, cumple lo que prometió. Llegó el momento en que dejarán de ser una sola persona para convertirse en una pareja, porque no está bien que una persona viva sola.
Dirigiéndose al papá del novio continuaba:
—Ahora debes advertirle a tu hijo que de aquí en adelante se olvide de ustedes ya que él, en su nuevo hogar, tendrá nuevos padres y responsabilidades nuevas. Ya ustedes dejarán de ser su centro de atención, ya no les hará caso por lo que deberás comprenderlo y disculparlo. Será ahora a su esposa, a su nueva familia a quien atenderá, a quien brindará su atención. Tampoco deberá ser flojo tu hijo, deberá tener leña y ocote que es lo que se necesita para cocinar. Al llegar a su casa no lo hará con enojo, gritando o exigiendo comida, sobre todo si sabe que no trabaja y aunque trabaje deberá tener paciencia en lo que se le sirven los alimentos. Paulatinamente tendrán que adaptarse uno al otro, ya que no todos comemos igual, a cada quien le gusta la comida con más sal o con más dulce que a otro y, así, de diferente manera, pero los dos deberán corregirse con suavidad y buen modo.
De esa manera les dirigía la palabra el viejito.
El papá del novio por su parte reunía a las autoridades municipales: presidente, síndico, alcalde, todas las autoridades asistían a la comida de la tarde, el día de la boda. Antes de iniciar con la comida, al igual que el anciano que anteriormente lo había hecho, el presidente municipal tomaba la palabra. Dirigiéndose a la novia y al público presente, con voz fuerte para que la novia y los presentes lo escucharan, exclamaba: —Ahora sí ya te fue bien, ya tienes una nueva familia; por lo que no vayas a querer regresar cada rato a la casa de tus padres, así que ya no dirás: “Ya me voy a mi casa”. ¡Saliste para siempre de tu hogar! Hasta que llegue la muerte. Allí en la orilla de la tumba, en el cementerio será el lugar de la separación, pero antes no.
Y continuaba de esta manera:
—Así que ahora cuidarás a tu esposo y le darás de comer y de beber, será para él lo que cocines, te olvidarás de la casa de tus padres, pues ellos de corazón y con gusto te miran partir. Por lo que tú no digas: “Me voy a la casa de mi padre, de mi madre”. Ahora y para siempre estarás en tu nuevo hogar, gracias a Dios ahora son dos, ahora forman una pareja. Llegó el día, llegó la hora.
Después iniciaba la comida y seguía la fiesta.

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